lunes, 29 de abril de 2013

Amor Verdadero (Crónica)


Permanentemente nos quejamos de las cosas malas que nos pasan en la vida. Y aunque muchas veces esta realidad se apodera de nosotros, todavía suceden esos milagros que uno no espera y que hacen que la esperanza se avive, reaparezca o simplemente nazca en nuestra alma.

Hace muchos años lo conocí. Fue difícil ver sus ojos por primera vez. Sólo pude darme cuenta de su fastuosidad tiempo después. Al principio no nos llevamos muy bien porque él estaba más interesado en conocer mi casa que en compartir conmigo, y yo entendí, pues no es fácil adaptarse a un nuevo lugar. Él venía de algún territorio que yo desconocía, así como inédito era el secreto que guardaba y que a la postre marcaría mi vida para siempre.

La coexistencia estuvo bien los primeros días, sin embargo todo empezó a cambiar y después de un par de semanas ya no era el mismo. Se le veía decaído y sin fuerzas. Era claro, el secreto había sido develado: estaba enfermo. A pesar de conocernos por tan poco tiempo ese sentimiento inherente de protección despertó en mí; lo tomé entre mis manos, le ayudé a caminar y nos dirigimos a ver al especialista. Nunca olvidaré esos minutos eternos en la sala de espera, rogando, esperando… Un personaje con bata y guantes, que resultó ser el doctor, con su ceño fruncido y expresión nada alentadora en su rostro se dirige a nosotros y nos comunica que la situación es grave. Me dice que posiblemente él muera pero que va a hacer todo lo posible por salvarlo, y claro, es en esos momentos cuando le echamos la culpa a Dios por lo malo. “¿Por qué?” le grité en mi mente.

Ya estabilizado pero en condición crítica lo llevé en mis brazos hasta su hogar, mi casa.

Con ese halo de angustia y resignación después de recibir tan devastadora noticia, traté de dormir pero fue imposible. Me levanto, camino hacia su cuarto, ruego que aún esté respirando. Allí está… Aún respira… Sus ojos se cruzan con los míos y me dicen que todo está bien. Aunque no nos conocemos mucho él sabe que estoy ahí para cuidarlo, por eso baja su cabeza y trata de dormir. Yo también. Día 1, día 2, día 3… Mejor, igual, peor, mejor…

Un par de semanas en la oscuridad dan paso a la luz. ¡Hemos triunfado! La enfermedad cedió, lo que le convirtió en uno de los muy pocos sobrevivientes a ese terrible mal. No recuerdo ni el nombre del doctor ni el nombre del establecimiento, pero sepa usted que mi agradecimiento es infinito, pues los próximos 13 años, aquellos que pasé junto a él, serían algunos de los más inusitados de toda mi vida.

Este catalizador potenció el amor entre los dos. De allí en adelante nos volvimos inseparables. Por fin pude apreciar sus ojos extraños en toda su dimensión: pupila azul, iris café, esa combinación que siempre me miró o con agradecimiento, acaso por cuidar de él días y noches enteros, o con lealtad y amor. Seríamos amigos, hermanos. Lo recuerdo en mis tristezas, pues allí estuvo él, así como en mis alegrías donde fue un protagonista relevante. Le conté cosas que aún nadie sabe; peleamos y me hirió, también me escuchó; lo golpeé y, creo que es hora de confesarlo, alguna vez lo besé en la boca.  Viajamos juntos, nadamos juntos, dormimos juntos y creo que lloramos juntos. Así por 13 estupendos años.

Pero todo tiene un final y esta historia también. Aunque él nunca se enfermó después de vencer a la muerte, y por años y años gozó de muy buena salud, el final de sus días fue muy doloroso. Una vez más estaba yo ahí, un poco más maduro, cuidándolo, mostrándole mi cariño y gratitud por su amistad. Aún en medio de su agonía me mostraba su amor. Y creo que por ese amor, por respeto a esa amistad entrañable de 13 años, decidí dejarlo ir, ya era el momento. Él ya me había dado todo lo que podía dar. Era tiempo de dejarlo descansar. Un abril, en la noche, agonizando en una camilla, le dije adiós para siempre. Él me miró por última vez y pude contemplar sus ojos sin igual para guardarlos en mi mente eternamente.

Llego a mi casa. Él ya no está. No lloré en el hospital, pero no pude evitarlo al ver su cama, su comida. Incluso su olor era más fuerte. Hace 8 años murió Lukas, mi perro. El mejor amigo que he tenido. Sobrevivió a la infamia de unos mercaderes interesados en el dinero que no lo vacunaron contra la Parvovirosis, así como no lo hacen con los miles y miles de animales que comercian a diario. Lukas vivió para darme felicidad y para traer esperanza a mi vida.

Algunos tildarán de loco y exagerado este relato. No me interesa. Creo que les hace falta algo de esperanza.

Felipe La Serna.

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